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Desencuentro

Desencuentro

Gerardo estaba sentado al borde de la piscina. Ella se deslizaba por la superficie, movía los brazos formando un arco perfecto y luego lo hendía sin levantar una gota. Su respiración constante acompañaba el movimiento de la cabeza. No se cansaba de contemplarla. Ella disfrutaba nadando y él mirándola constantemente. Ese rectángulo azul los unía en una pasión común. Luego se sentaban frente a frente y gustaban sacar de su bolso las botellas y los vasos, que se teñían de rojo, de verde, luciendo una rodaja de limón en su borde y brindaban imaginándose bajo los cocoteros del caribe moviendo los brazos lentamente en forma circular, haciendo tintinear los hielos y esperando que cayera la noche para ver girar las estrellas. Habían creado un mundo mágico, sus miradas se cruzaban, rezumaban complicidad, admiración mutua…

Al tiempo, él quiso verla tirarse desde un podio y zambullirse hasta desaparecer, para tener la ansiedad de pensar que la perdía y luego la emoción del reencuentro. Estela aceptó encantada, amaba el agua, le gustaba sentir su cuerpo penetrándola como una daga para salir con elegancia y seguir nadando pausadamente. Al emerger no lo podía ver, pero intuía su mirada anhelante, el alivio de volver a verla. 


Él notó que siempre tardaba lo mismo, ya no había tensión en la espera, en el momento exacto, a los pocos segundos, la cabeza de Estela asomaba, en el mismo punto de la pileta.

Esa tarde, mientras brindaban, sintiendo la música de los cristales al chocar, él le pidió que se zambullera desde el trampolín bajo. Ella aceptó encantada, todo lo que fuera un encuentro de su cuerpo con el agua le causaba enorme placer y sentir la admiración de Gerardo la excitaba, le causaba tanto gozo el nadar como ver sus ojos brillantes y su sonrisa complacida. Después, por la noche, redoblaban sus caricias, el cuerpo los comunicaba, el momento mágico del brindis de la tarde se prolongaba en la cama. Eran tres los que ahí estaban, Gerardo, Estela y el agua.

Un día, cuando ya terminaba el verano, Gerardo le pidió que se tirara del trampolín más alto. Estela lo miró con miedo. Nunca había subido hasta allí arriba, siempre había tenido temor imaginando el rectángulo azul, lejano. Sintió una inquietud en su estómago, pero subió decidida, él imaginaba, preveía la figura tirándose en picado, con los brazos estirados y las dos piernas tensas y presentía un orgasmo al contemplarla. Los ojos le brillaban con la sola idea y los labios resecos se entreabrían expectantes… Pero ella llegó arriba y lo vio como si lo tuviera delante. Recordó como si lo estuviera viviendo otra vez, aquel día que, en su infancia, había caído de un molino al tanque, el golpe, la garganta llena de agua, los gritos de sus hermanos. Se le nubló la vista y sintió que se mareaba. En ese momento no pudo pensar en el placer que tendría al caer como una flecha, y llegando casi hasta el fondo, curvar su cuerpo como un arco para salir en el centro, sólo tuvo la certeza de que no quería hacerlo. Entonces dio media vuelta y bajó por la escalerilla. 

Se acercó a Gerardo y le dijo: — No puedo…

Él sintió que ya no importaba la belleza de su cuerpo en el agua, la perfecta curvatura al zambullirse desde el podio, la recta precisa con que se lanzaba desde el trampolín bajo. Ella lo había traicionado. 

Y miró alrededor, buscó con sus ojos el rectángulo azul y vio una cabeza que, como una lancha, iba surcando en línea recta la pileta de lado a lado, mientras los brazos y las piernas semejaban una rana…Sus ojos comenzaron a brillar…

quintanilla / 123RF Foto de archivo

Relato de Miriam Chepsy, en Mundos Imaginados, publicado por la editorial La Bella Araña.

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